domingo, 24 de abril de 2011

NAPOLEÓN, EMPERADOR DE LOS FRANCESES


Coronación de Napoleón Bonaparte
Inmensamente popular gracias a sus victorias en el campo de batalla, el corso Bonaparte mostró pronto que su ambición no tenía límites. El cargo de cónsul vitalicio no era suficiente para él: quería fundar un Imperio que abrazara todo el continente. El momento decisivo en la vida de Napoleón Bonaparte llegó en 1796, cuando asumió el mando de un ejército enviado a Italia. Francia acababa de salir de la fase radical de la Revolución y el gobierno del Directorio buscaba un triunfo en el exterior, en la gran guerra que enfrentaba a la República francesa con las monarquías absolutistas. La campaña fue una sucesión de triunfos y el joven general, de apenas 26 años, se convirtió en el ídolo de las masas, que rebautizaron la calle donde vivía como Rue de la Victoire. El 4 de agosto de 1802, Bonaparte se había convertido en Cónsul Único. El cargo sería vitalicio, e incluso se le reconoció el derecho a nombrar sucesor. Era ya una forma de monarquía, aunque no se le diera ese nombre. Pero en algún momento empezó a pensar en algo más. Ser rey no era suficiente: debía ser emperador. «El nombre de rey está gastado -declaró-, trae consigo viejas concepciones y haría de mí un heredero. No quiero descender ni depender de nadie. El título de emperador es más grande, un tanto inexplicable e impresiona la imaginación». El Imperio también tenía otras ventajas: un ámbito territorial que podía ampliarse indefinidamente y su carácter hereditario. Naturalmente, Bonaparte se «resignó» a que le coronasen, pero puso como condición que el pueblo lo aceptase en un plebiscito, en el que el voto no era secreto, le ofreció una mayoría apabullante. El general Bonaparte ya no existía. Sólo quedaba Napoleón. El 2 de diciembre de 1084, tuvo lugar en la catedral de Notre Dame la coronación de Napoleón y Josefina. El acto fue un prodigio de pompa y esplendor arcaizante. Napoleón hizo gala de toda clase de símbolos tomados del pasado: globo crucífero, cetro, corona de laurel, coronas imperiales, manto de púrpura, abejas carolingias, etc. Pío VII bendijo a los imperiales esposos y las insignias de la coronación. Luego se sentó y se limitó a presenciar con aire resignado cómo Napoleón se coronaba a sí mismo. Un esbozo de David, descartado para la monumental obra que representaría toda la ceremonia, refleja muy bien aquel momento de autoafirmación suprema: Napoleón, con expresión satisfecha, un pie más adelantado que el otro, agarra la corona con una mano y la alza hacia su cabeza con ademán desenfadado, como quien se pone un sombrero, mientras que posa la otra mano en la empuñadura de la espada, como si desease recordar a todos los presentes cuál era la verdadera fuente de su poder. Con aquella fastuosa ceremonia, Napoleón pretendía inaugurar un régimen que debería haberse prolongado durante generaciones. Pero tan sólo diez años después el emperador se veía forzado a abdicar y marchar al exilio. Las explicaciones más corrientes de este fracaso -la guerra en España, la desastrosa retirada de Rusia, el bloqueo naval británico, una mala política económica, etc.- son correctas, pero incompletas. En varias ocasiones Napoleón tuvo la oportunidad de detenerse, firmar la paz y pasarse el resto de su reinado consolidando todo lo conquistado, pero su intransigencia, sus arbitrariedades, su ambición sin límites, sus violaciones de todos los pactos, provocaron tantas guerras que acabaron sobrecargando la capacidad de su Imperio.


Fuente: National Geographic Historia